30 de julio de 2008

Los temblores

Los viajes de negocios no están exentos de peligros. Las uñas se rompen, las maletas se pierden, los secuestradores están al acecho y los taxis te pasean. La altura de la Ciudad de México me suele estallar la cabeza; la contaminación en Santiago me irrita los ojos y las estrecheces de la pista de aterrizaje de Tegucigalpa me ponen de punta los pelos de la nuca. Pero lo peor suelen ser los fenómenos naturales.

El Distrito Federal de México, por ejemplo, tiene, cual cambalache, los libros viejos de la calle Donceles, un tráfico de treinta millones de cristianos, los tacos de arrachera, la plaza Garibaldi y los terremotos. Mientras sobrevolábamos la populosa ciudad, pensaba en qué se sentiría tener tantos millones de vecinos. Mis reflexiones quedaron en el aire cuando, en plena maniobra de descenso, el avión se endereza y se queda en actitud pensativa. El piloto nos explicó que aún no se le permitía aterrizar y que daríamos unas vueltas en el aire hasta que nos quedáramos sin combustible. No, hasta que recibiera nuevas instrucciones. La situación no es infrecuente, especialmente cuando la puerta de embarque esta ocupada por algún avión rezagado. Un par de horas más tarde, al llegar al hotel, en Paseo de la Reforma, me encontré en el lobby con cierto director financiero vestido con estricto traje oscuro y pies descalzos. Ante mi mirada confundida, me dijo:

Acabamos de tener un temblor. Solo tenía tiempo para los pantalones o los zapatos. Elegí lo primero

En retrospectiva, era evidente que al capitán de nuestra nave no le había sido posible aterrizar, mientras la pista se le zarandeaba como flan casero.

Dado que no me gusta que se me mueva el suelo y miro con igual desagrado a barcos y sismos, agradecí al Destino haber llegado cuando el piso estaba ya firme. Por la tarde, después de un día de trabajo intenso, enchufé todos los aparatos de rutina: la computadora, el Ipod, el teléfono y me senté frente al escritorio de la habitación. A los pocos segundos, me sentí mareada. Pensé que me estaba cayendo al suelo, cuando empecé a notar mi desplazamiento hacia la derecha de la computadora. Instintivamente, eché mano a la cabeza y me dí vuelta para acercarme a la cama. Grande fue mi sorpresa cuando vi que se deslizaban, sigilosamente, también, la lámpara y los zapatos. Sospeché que no era yo quien se desplazaba, sino los demás elementos móviles de la habitación. Llegué a la puerta a los tumbos y al abrirla, vi una marabunta de turistas bajando con cara de susto por las escaleras de emergencia. Los empleados del hotel, desde la escalera, me hacían señas imperiosas con los brazos para que me uniera a la masa. Bajamos esos diez pisos en unos segundos largos y apretujados. Mi mente buscaba, dentro de su programación original, instrucciones básicas para el caso de temblores. Las ideas pasaban de los marcos de las puertas a las mesas con patas firmes, sin un plan coherente, por lo que opté por poner cara pálida y ojos confusos, como los demás. La única parte lógica que me quedaba en el cerebro se esforzaba por entender la utilidad de llegar a la planta baja, cuando lo que se estaba moviendo era precisamente la tierra, el piso, el mero asiento del edificio. El sentido común me decía que si había que andar entre escombros, era mejor quedar arriba de la pila, que debajo. Las inquietudes quedaron desbaratadas con el cese de movimiento, al llegar abajo.

Desde entonces, cuando voy a México, duermo con mis mejores ropas, zapatos puestos y el pasaporte al lado de la puerta.



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24 de julio de 2008

La Luna de Miel

Nuestro romanticismo se parece más a Isak Dinesen que a Danielle Steel. Para nuestra luna de miel, nada de playas tropicales, rumba y piñas coladas, sino el olor seco de la sabana africana, los amaneceres a bordo de un Land Rover y las hienas cuchicheando alrededor de la presa. Nada mejor que leones, especias y el sabor de la aventura, para inspirar nuestros sentidos.

Llegamos a Mombasa, luego de una breve escala en Nairobi, capital de Kenia. La ciudad olía a mar y mientras O., mi marido, socializaba con un inglés en la piscina del hotel, yo me tiraba al sol, intentando dormir un poco. El jetlag me estaba consumiendo y se me cerraban los ojos a la hora del desayuno, mientras que no podía hacer otra cosa más que silbar canciones de cuna por las noches.

La primera parada del safari, rumbo al Masai Mara, fue el Parque Nacional Aberdere. Ahí nos hospedamos en un hotel rústico (“Treetops”), construido entre las copas de los árboles, cuya particularidad consiste en estar situado frente a un gran pozo de agua, asentado en un antiguo atajo de elefantes, que une las montañas Aberdere con el Parque Nacional Mount Kenya. Resultado: la planta baja del hotel, recubierta de ventanas, tiene vista de palco de honor a cualquier bicho que se acerque a tomar agua. La primera vez que bajamos y vi un par de elefantes viejos, con cara arrugada y mirada tranquila, a escasos metros de mi nariz, tuve que agacharme a recoger mi mandíbula, que estaba a la altura del suelo. Después de cenar, con los ojos aún rojos de cansancio y abiertos algo más de la cuenta por el entusiasmo, me animé, instigada por mi marido, a tomarme un Tía María. Aunque no recuerdo haber perdido tiempo en mirarme al espejo, estoy segura que mi aspecto general, mientras subíamos a nuestra habitación, era bastante más anárquico que el que las mujeres tienen en las películas, cuando están de luna de miel.

Las habitaciones de Treetops están provistas de un timbre que te avisa cuando viene un animalejo a beber agua, respetando el siguiente código: un timbrazo equivale a elefante; dos timbrazos equivalen a rinoceronte y tres timbrazos, al esquivo y bello leopardo; mi gato favorito. Acabábamos de entrar en la habitación, cuando sonó el timbre y nos mezclamos, divertidos, entre turistas insomnes que deambulaban por los pasillos, descalzos, tentados por el ulular de las sirenas de la planta baja. Vimos una hermosa manada de elefantes; gasté unos cinco rollos de fotos y volvimos a subir a la habitación. A esa altura, la falta de sueño me tenía a punto del delirio, por lo que ambos optamos por ignorar sucesivos elefantes, timbres y paseos nocturnos.

Con el piyama puesto y bien arropada del fresquito de la noche, al lado de mi marido, comenzaba a entrar en mi primer sueño. Primer Timbre. Elefante. Que vuelva mañana. Segundo timbre. Rino. Mmm… Que bien se está acá en la cama. Tercer Timbre…

- ¡¡LEOPARDO!! – grité a pulmón pelado, mientras en el mismo movimiento echaba la manta hacia atrás y me ponía de pie de un salto y a oscuras, al lado de la cama.

O. se incorporó con aguda taquicardia y me miró con los ojos abiertos como platos, mientras yo salía corriendo al pasillo en piyama, descalza, con un peinado estilo mandril y la cámara de fotos en mi mano derecha.

Cómo ese hombre aún sigue casado conmigo, es todavía un misterio.


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17 de julio de 2008

Los Aviones


En unos días más, llegaré a tener un millón de millas acumuladas con American Airlines. No llevo la hazaña como una escarapela en la solapa, ya que si bien he disfrutado de algunos, los kilómetros en el aire son seguramente culpables de alguna de mis (dos) arrugas. Y de mis canas verdes.

Con todas esas horas de vuelo, aún sigo pensando que a los aviones hay que tenerles mucho cuidado. No sólo porque son cuatro latas pegadas y suspendidas en el aire mediante Magia, sino porque sus reglas me parecen, usualmente, incomprensibles.

Hace tiempo, las aerolíneas instruían a las azafatas, para que, con sus sonrisas acartonadas, nos indicaran, antes de despegar, dónde estaban las salidas de emergencia, los cinturones de seguridad y los chalecos salvavidas. Ahora, nos ponen un video. Supongo que así como nos dejaron de dar platos comestibles o auriculares gratis, nos recortaron a alguna señorita a bordo. Después de haber escuchado varias versiones de videos similares unas cuantas veces, sigo sin saber dónde diablos están los salvavidas. Mientras el avión carretea por la pista y la mayoría de los pasajeros están distraídos mirando por la ventanilla o durmiendo, yo busco siempre, desesperada, la única probabilidad de sobrevivir a un potencial naufragio en esa lata de sardinas. Escucho la voz melosa que repite, en inglés y español, algo como “su chaleco salvavidas puede encontrarse debajo de su asiento o entre medio de sus asientos”, “en algunos casos, el mismo asiento puede ser utilizado como elemento flotador”. ¿Qué significa que el chaleco “puede” encontrarse? ¿No saben donde está? Si esperan que vayamos descartando opciones, mientras el avión va descendiendo ágilmente hacia el océano, me parece una versión un tanto cruel de la búsqueda del tesoro. Si está entre medio de los asientos, ¿cómo sé cual es el mío y cuál el de mi vecino? Que los asientos floten, no resuelve ningún problema; excepto, quizá, el del propietario de la aeronave, que no se ve obligado a comprar asientos nuevos aunque el avión se hunda.

Luego está la lista interminable de cosas que NO se pueden hacer a bordo. Fumar, hablar por celular, estirar las piernas, usar artículos electrónicos durante el despegue, evitar los codazos del vecino. Creo que en la última revisión del listado, sólo quedaron: dormir con la boca cerrada y masticar chicle sin hacer globitos. Ir al baño está, por el momento, también permitido, siempre y cuando una siga las instrucciones de los múltiples carteles que adornan sus paredes. Nada extraordinario; en su conjunto, conforman una simple guía de cómo realizar una actividad concreta en un espacio de cincuenta centímetros cuadrados, con bacterias al acecho desde las cuatro esquinas. Siempre evito visitar el baño, mientras el cuerpo lo permite; pero cuando lo hago, invariablemente se enciende un cartel luminoso que me dice “Regrese a Su Asiento”. Oiga, Don Capitán, ¿usted cree que estoy aquí disfrutando del paisaje?

La próxima vez que me suba a un avión, mejor me duermo antes de despegar. Y me llevo mi propio chaleco salvavidas.



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14 de julio de 2008

La largada

Yo nací de clase media. Y no me refiero a esas circunscripciones socioeconómicas con la que se nos ha dado por organizarnos arbitrariamente. Hablo de una calidad más inherente a mi persona. Nunca fui hermosa, pero sigo siendo atractiva. Nunca llené mi habitación de trofeos deportivos, pero en el Camino del Inca deje atrás a unos cuantos. No soy material para ningún Premio Nobel, pero mi coeficiente intelectual me permite ganarme el pan y algún que otro salmón ahumado. No soy Borges, pero me llevo bien con las letras. Siempre estoy en ese templado círculo central donde nada es estridente ni los colores contrastan. Mi personalidad es de pasteles cálidos, no de colores primarios.

Por otra parte, el mundo virtual está saturado de palabras escritas; algunas bien enlazadas; otras, la mayoría, pidiendo a gritos que las ayuden a conjugarse. En cualquier caso, estoy segura que ya hay palabras blancas, verdes, tristes, utópicas, ocurrentes, desmedidas, irreverentes, ávidas, alegres, provocadoras e incluso, prohibidas. Para todos los gustos.

¿Para qué, entonces, si no tengo la centelleante personalidad del Dalai Lama, ni existe la menor posibilidad de opacar a Octavio Paz, comenzar un nuevo blog?

Se me ocurren varias respuestas; la primera de ellas es “porque me da la gana”; que no por arrogante, es menos veraz. La segunda es “porque me gusta escribir”. Desde que usaba trenzas, tejía historias en mi cabeza y aún ahora, las hilvano cuando manejo mi auto o mientras cuento ovejas, por las noches. Porque veo cosas que otra gente no ve (aunque se me pierdan otros detalles más evidentes) y me hago preguntas sobre cosas que mi marido da por supuestas. Para colmo, y aunque nunca dejo de sorprenderme por ello, a alguna gente le gusta escuchar mis historias. Pero por sobre todas las cosas, porque sé que escribir me va a hacer una mejor escritora. Y ser una mejor escritora me da la oportunidad, aunque sea remota, quimérica y fortuita de salir de mi clase media, aunque más no sea, por una fracción de segundo.



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